EL CAMINANTE
Gladys Acevedo
(En homenaje a aquellos pobladores que habitaron este querido suelo,
y que gracias a su cuidado hoy podemos disfrutar)
Otro despertar sintiendo la pesadez del calor apretujando sin piedad la oscura habitación. Ni una simple brisa movía el aire enrarecido. Sólo el zumbido de los mosquitos, insistentes y mortíferos, se confundían con el chasquido de las manos que intentaban aplastarlos.
Sobre cueros bien sobados, tapizando el piso de tierra, descansaban Aiken, su mujer y sus cinco hijos. Hacía horas que el sopor había causado los efectos propios del intenso verano. Sus cuerpos semidesnudos, entre el relajamiento y la tensión, brillaban por efecto del sudor denso y persistente.
Los primeros rayos de la madrugada se filtraron por la rendija que había dejado el cuero sostenido por los palos que atravesaban la entrada. De a poco, despejando la oscuridad, comenzaron a tomar forma las personas y los objetos que se encontraban en la morada.
El piso, de tierra apisonada, terminaba hacia el fondo en un muro de piedra maciza donde se hallaba un fogón. Alrededor, cuencos de barro con láminas de hollín en sus bases, trozos de cuarzo brillando en el oscuro rincón, varillas pulidas y tientos de todos los tamaños.
Aiken abrió sus ojos despejando con sus manos los cabellos pegados en la cara; después miró a su mujer y a sus hijos desparramados sobre el piso. Por momentos, sus rostros expresaban placidez, pero de pronto el cambio era sorprendente. Desde el sueño profundo, los cuerpos se desarticulaban como buscando una nueva posición; mientras, la respiración se asemejaba a suaves bufidos haciendo eco en las paredes.
Muchas noches con la misma historia. El calor los azotaba de una manera letal, sin indicios de cambios.
Durante el día, el sol se incrustaba sobre las rocas, aniquilando los pocos pastos que se resistían a morir. Al llegar la noche, el calor absorbido por el ambiente, se desprendía sin miramientos provocando en los insectos y en todas las especies nocturnas un fragor que llegaba a la locura.
La escasez de agua se acentuaba a medida que los días pasaban. La tierra, esa amada tierra, mostraba bajo el sol recalcitrante cascarones rígidos, separados por grietas profundas salpicadas de salitre. Muchos amaneceres observando el horizonte, anhelando un cambio, una señal. Innumerables atardeceres teñidos de sangre, sin una nube que diera alguna esperanza.
Aikén se levantó desesperanzado, presintiendo un día más de penurias. Su siembra, ese maíz que con tanta dedicación había labrado junto a su familia, comenzaba a mostrar los estragos de la sequía. Ni siquiera intentó echar un vistazo por el portal tapado con el cuero. Ya sabía lo que les esperaba. Con la cabeza hundida entre sus hombros, sin despertar a su mujer, recorrió con su mirada la triste morada. Lentamente acomodó las herramientas y se dispuso a iniciar la mañana.
Con sus ásperas manos corrió el cuero que hacía de puerta, y sin levantar la vista, escuchó el canto lastimero del hornero suspendido sobre una rama del viejo algarrobo. Caminó hasta el arroyo; y fue en ese instante cuando sus ojos descubrieron el regalo del amanecer.
Apelotonados, detrás de las sierras, inmensos nubarrones se revelaban ascendiendo lentamente, como gigantes emergiendo de la roca.
Una luz de esperanza le dio brillo a sus ojos. Respiró hondo y con toda rapidez regresó a su choza.
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El mediodía llegó despacio, entre el sopor y el polvo de los caminos. Las nubes gigantescas de la madrugada habían desaparecido. El calor se apretaba intensamente sobre la piel morena de Aiken, mientras caminaba rítmicamente hacia Los Crestones.
Ese lugar era su templo. Allí establecía contacto con el espíritu de la naturaleza dejando en el infinito los interrogantes, esperando pacientemente las respuestas.
Día a día había realizado el mismo recorrido, tratando de encontrar una respuesta al desasosiego de su pueblo. Llegar hasta la cima de Los Crestones, era como limpiar su espíritu para llenarse del todo en la espera; pero esa mañana de noviembre, todo se había presentado diferente.
Sus pies descalzos y habituados a la dureza del sendero iban dejando huellas profundas en el guadal, cuya movediza arena se extendía interminable; pero él sabía cómo atravesarlo sin caer atrapado por el voraz pantano. El polvo y su sudor le daban un aspecto alucinante; mientras entre los pajonales, el grito estridente de los teros, le confirmaba que la situación se tornaba grave.
Los sentidos del hombre solitario y cansado se agudizaron. Bruscamente giró la cabeza, y sus ojos quedaron pegados en el horizonte delineado por las sierras. Allá a lo lejos, nuevamente una cresta luminosa se asomaba. Se detuvo por unos instantes con los pies hundidos en el polvo caliente, y llevando sus manos hacia los ojos, comenzó a medir el tiempo de traslado de la cresta sobre el azul intenso del cielo. Estuvo largo rato hasta que se decidió a continuar su camino.
Apresuró sus pasos acortando distancia. A medida que avanzaba, las rocas de Los Crestones se hacían cada vez más grandes. A sus espaldas las nubes amontonadas trotaban sin pausa, como una enorme cobija ensombrenciendo todo.
Sus pasos se convirtieron en carrera, mientras la larga cabellera le azotaba la espalda. La incandescencia del sol se tornó en caricias, mientras surcos de sudor resbalaban por su cara, por su cuerpo. Llegó en pocos minutos hasta el primer recoveco que tanto conocía para iniciar el ascenso. Preparó sus manos empastadas por el polvo y su propia transpiración deslizándolas con fuerzas sobre el escaso ropaje. Midió las distancias y se alistó.
Trepó firme y seguro hasta el punto más alto de la roca sintiendo los latidos de su corazón retumbándoles en el pecho. Sus pies, acostumbrados al rigor de la naturaleza, no percibían los bordes que sobresalían. Las manos encallecidas, producto de largas jornadas modelando sus herramientas, se agarraron de cada protuberancia escalando cada vez más alto. El viento que comenzaba a sentirse con mayor fuerza, fustigaba sus negros cabellos. Los músculos tensos ganaban altura. Y al fin llegó a la cima. La roca despedía un intenso calor pero él no lo percibió; sólo existía el afán de anticipar un gran día.
A sus espaldas, como queriendo sorprenderlo, se mostraban inflexibles, eternas, las sierras cordobesas. Bastó un giro de su torso para sentir el estallido de la emoción. La adrenalina chispeó por cada nervio en una estridencia conmocional, dejándolo estático, obnubilado. Con una velocidad inusitada, formidables nubarrones se aglomeraban en una solidez fantasmal.
Aikén quedó atónito al ver que el cielo se cubría rápidamente de bestias blanquecinas, mientras el tronar se hacía más cercano. De pronto, la brisa se transformó en vendaval levantando el polvaredal hiriendo, sin medir, las frágiles ramas de los matorrales ya resecos. Con un aullido desenfrenado la naturaleza se hizo presente. Formas voluptuosas, tronar ensordecedor, viento enloquecido sorprendieron al caminante. No se inmutó. Él sabía que la aparición repentina de la tormenta era la respuesta a tantas súplicas. La sequía se hundiría bajo borbotones de agua cual lágrimas del cielo sobre su tierra amada, y la siembra de su pueblo llenaría las vasijas y los morteros con granos de maíz. Tierra y agua, viento y sol comenzaban a abrazarse como diciéndoles a los hombres: Unid vuestras manos, unid vuestras voces! En ellas está la esperanza.
Y allí quedó, casi formando parte de la roca, con los brazos extendidos hacia el cielo, confundiéndose sus lágrimas con las primeras gotas de lluvia.
1 comentario:
Gladys: muy lindo relato. Debe ser más común de lo que uno piensa. Los ruegos, cuando se hacen realidad, conmocionan y alivian. Un abrazo,
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